En Catalunya acaba de salir una estadística que ha dejado descolocados a muchos analistas: parece que los controles de radar en la carretera, el acoso policial y las mil multas y pérdidas consiguientes de puntos que vienen sufriendo los ciudadanos desde hace años finalmente están dando sus frutos, y los accidentes de tráfico han dejado de ser la causa principal de muerte en nuestra comunidad. El problema es que ahora es el suicidio y, como decía, los sesudos analistas de lo cotidiano se las ven y se las desean para explicar cuáles son las causas de este fenómeno. En parte porque el suicidio es algo muy personal, y en parte porque se trata de un acto parcialmente irracional en el que influyen tanto el estado de ánimo como las circunstancias existenciales de la vida del suicida en el preciso instante en el que toma la última decisión.
A nadie se le escapa sin embargo que la sociedad extremadamente competitiva en la que vivimos influye bastante en tan funesta estadística. Suicidios siempre los ha habido y siempre los habrá, pero este repunte tan brutal en la época que nos ha tocado vivir no puede ser ajeno a la tan cacareada “cultura del éxito”, a la ultracompetitividad en todas las facetas de nuestra vida, o a la paradójica soledad de cada uno de nosotros en el momento en que más y mejores canales de comunicación existen a nivel mundial. Es lo que pasa cuando presionas tanto al individuo, haciéndole creer que o lo tiene todo o es un fracasado en el sentido más amplio de la palabra.
Trasladando esta cuestión al plano deportivo nos topamos con un panorama bastante similar, con el listón de la rivalidad/competitividad en unos límites desorbitados, con la exageración y las loas exacerbadas al exitoso y el varapalo cruel e injustificado al que queda segundo en esta carrera de locos (del que queda último ya ni hablo, porque directamente es despreciado e ignorado por la mayoría de los medios, una vez han hecho sangre de su situación). Lo cual se contagia al aficionado de a pie, que vive en un estado de esquizofrenia permanente con unos cambios cíclicos y radicales de emoción extrema que lo dejan psicológicamente agotado al final de cada temporada. Al borde del orgasmo o del suicidio, según el caso en el que se encuentre.
Tomemos el ejemplo de la prensa capitalina, blanco de todas mis críticas últimamente (pero es que como confesé apenas ya sí leo “a los nuestros”). Hace unos meses el Madrid no jugaba a nada, su entrenador debía ser cesado sin contemplación y ninguno de los fichajes de relumbrón rendía al nivel esperado. Un par de goleadas después contra equipos bastante vulgares, es el mejor conjunto del mundo, su fútbol es arrollador, Higuaín va para Balón de Oro y Pellegrini se ha revelado como un gran estratega y psicólogo. Dios no quiera que los elimine el Lyon la semana que viene, porque más de un editorialista no sabrá ya qué cuernos comentar en su columna del día siguiente. Como decía, irracionalidad y cambios radicales de estados anímicos capaces de volver tarumba al más cuerdo de los mortales.
Al final nadie repara en que el fútbol es cada día más un juego de detalles, y que la línea que separa al éxito del fracaso es tan delgada que tan sólo depende del lado en que caiga la moneda (un emparejamiento afortunado, un arbitraje nefasto, una lesión inoportuna) para situar a nuestro equipo del lado de los vencedores o de los vencidos. Si, como vengo sosteniendo desde principios de temporada, este año la Champions no la ganan ni Barça ni Madrid (yo apuesto por el Chelsea), en el primer caso por el agotamiento físico y mental arrastrado de la temporada anterior y en el segundo por tratarse aún de un equipo en construcción, ello implica que a ambos les quedaría sólo la Liga por disputar. Por tanto, el que quede segundo se enfrenta a un año en blanco.
Imaginen por un momento el dramatismo con el que se venderá desde ambos bandos este aparente “fracaso descomunal”: el Barça, de ganarlo todo y ser proclamado el “rey del mundo del fútbol”, a no comerse ni los mocos al año siguiente. El Madrid, tras haber dilapidado 300 millones de euros, a verse obligado a fichar más estrellas mediáticas para vender algo de ilusión a sus sufridos seguidores. En cambio, el que consiga hacerse con la Liga será poco menos que equiparado al Brasil de Pelé y nos hartaremos de leer durante todo el verano las opiniones de “reputados” expertos loando el espectáculo brindado y el excelso nivel alcanzado por sus jugadores.
Esto no puede ser sano de ningún modo, francamente. O empezamos a racionalizar las cosas ya desdramatizar las situaciones, o en este afán tremendista por ganar audiencia y aumentar las ventas al final lo único que conseguiremos es que el último aficionado cabal del planeta acuda al supermercado de la esquina a comprar un metro de soga y un poco de cianuro al primer empate. Y a la postre sólo quedarán un montón de tarados escribiendo para una gran masa de locos.