Guardiola era un chavalín enclenque que no sabía correr ni saltar, difícilmente podía robar balones y no tenía llegada ni remate, ya fuese con la derecha o la izquierda y mucho menos de cabeza. De no haber sido por Johan, habría acabado mucho peor que los de la Quinta del Mini, probablemente con la mayoría de entrenadores no habría ni debutado en primera y habría terminado escribiendo brillantes páginas en el Gimnàstic de Manresa. Algo parecido podemos decir de Pedro y Busquets. El problema de De la Peña fue que le comieron el coco en infantiles y juveniles con que él iba para Maradona y que se olvidase de presionar y robar balones. Celades tenía unas cualidades brutales y Roger una izquierda de seda. Luego estaba Óscar (“tú no tienes ghitmo”), que ya debutó con Johan en el 92 con 19 años y era un futbolista completísimo. Con estos, más Figo y lo que quedaba del Dream Team, el último Barça de Cruyff llegó a abril del 96 con serias opciones de triplete, peléandole la liga hasta el final al Pateti de Simeone, Caminero, Kiko y Pantic, perdiendo contra ellos la final de Copa y poniendo contra las cuerdas en semifinales de UEFA y en el mismiísmo Olímpico de Munich al Bayern de los Matthaus, Klinsmann, Scholl, etc. Eso en abril. En mayo, el hombre que cambió el destino del Barça, estaba en la puta calle, por decisión largamente ansiada de un enano mediocre que se la tenía jurada desde el día que para suerte del barcelonismo, incluído el nuñismo pusilánime que no la merecía, Cruyff le dejó claro quién mandaba.
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