Hoy se ha presentado mi sobrino de 7 añicos con un cubo Rubik todo contento.
Se me acerca y me dice con una supersonrisa:
Tiet, m’ensenyes?
Bueno, pues su tio ha pillado el cacharro, lo ha girado, regirado, movido, removido, agitado, desmontado y ha arrancado las pegatinas…
Todo para como mucho conseguir tres caras.
El chaval se ha estado un rato mirando, opinando, quejándose, hasta que por fín se ha ido a ver la tele.
Aprovechando que el chaval estaba despistado, me he conectado al oráculo de Google, el del ordenador, no el del yoya, y he buscado el truco para completar el cubo y quedar como el tio inteligente, guapo y heroe que mi sobrino cree que soy.
En el primer video explicaban cosas básicas, nada del otro jueves. He intentado hacerlas y no he vuelto a pasar de las tres caras pero….
Pero en el segundo video ha aparecido él, el chinillo.
Un tio que tenía delante cuatro cubos deshechos. Otro chinillo apretaba la tecla del crono y el primer chinillo se lanzaba como una fiera sobre el primer cubo Rubik. No he visto ni lo que ha hecho pero lo ha soltado completo en menos de lo que Pepe suelta una coz.
Luego el segundo, el tercero más rápido aún y en el cuarto lo he entendido todo.
Me he sentido como Bañeras, como Màrius, como el Conde Harley Davidson, aparcado con la cabeza de lado.
Miraba como el chinillo completaba cubos y lo he visto ganar Champions. Lo he visto presionar, jugar rápido, bonito, efectivo. Algo que no había visto nunca y que yo no sería capaz de hacer jamás, y en vez de admirarle y aplaudir, mi boca se ha llenado de espumarajos. Le he llamado muerto de hambre, cabeza cuadrada, y sí, MEACOLONIA…
He vuelto a coger el cubo y lo he tirado a la basura. He sacado las fichas de la oca y me he puesto a jugar con mi sobrino.
A lo de siempre, a lo clásico, a lo que se supone que pega con nuestra filosofía.