En los últimos tiempos me divierte ver como aún colea el culebrón de la renovación del míster. Para algunos, lo que Pep insiste en dar por aparcado (que no finiquitado) sigue siendo materia de especulación, y da para infinitas teorías y conjeturas, que, como las de cualquier venidero capitulo de Lost, aportan más sombras que luces.
Por suerte, aquí en el Yoya, antorcha, soga o guadaña en mano, ya hemos denunciado, juzgado y ajusticiado a todos aquellos librepensadores y profanos analistas del entorno que osan contravenir las consignas del Líder del Vestuario en busca de una verdad distinta a la dictada por la doctrina del frikiguardiolismo, ya sea tamizada para los pusilánimes impresionables y wannabes en Paraula de Pep, servida en dosis industriales por las ondas de Al Jazeera de Sant Joan Despí para los crédulos y aficionados al autoengaño, o regalada al alma y a los sentidos en las contras y columnas de las más insignes plumas, deportivas o sedentarias, de nuestro pequeño país.
La raigambre de este fundamentalismo, visto y sufrido aquí, en el Yoya, alimentado y pergeñado allí, en los medios que ganan dinero a través de la publicidad, radica en nuestro titubeante carácter colectivo, esa inseguridad tan marca de la casa en Catalunya, que hace que, cuando nos joden, luego nos arrodillemos para que se nos corran en la cara (no sea que los equivocados seamos nosotros). Cuando nos limpiamos con el trapo, murmuramos para nuestros adentros un leve quejido. Luego, lo hablamos entre nosotros y nos indignamos. Sacamos la rauxa y hacemos algo ruidoso pero inofensivo, una escenita. Eso nos deja calmados y listos para la siguiente embestida. A veces, muy pocas, sale de entre nosotros un héroe, un Libertador que momentáneamente pone las cosas en su sitio, nos saca del atolladero y hace que nos sacudamos las vejaciones, nos envalentonemos y pasemos a creernos el Leverkusen de las naciones mundiales. Agradecidos, convertimos a nuestro Campeón en símbolo de todas las virtudes (infinitas ya, en esos momentos de enajenación colectiva) de nuestro pueblo. De hecho, más que en símbolo, lo convertimos en la personificación pluscuamperfecta de esas virtudes, quitándole al pobre tipo cualquier atisbo de terrenalidad y normalidad.
Con Guardiola ha ocurrido algo así. Llego como Kennedy… no, bromeo. Llego con ganas de agradar y trabajar, de dar lo que de él se esperaba. Por aquel entonces, no necesitábamos ningún dios. Nos bastaba con un tío que pusiera en cintura el hatajo de vagos y juerguistas que teníamos en la plantilla para devolverla a la senda del triunfo. Así, Guardiola, se mostró como una persona razonable, que hacia las cosas normales, las que dicta el sentido común (excepto lo de perder en Soria, que lo hizo para provocar a Bañeres). Vimos en él a un hombre educado, estricto, exigente, meticuloso (lo que queríamos todos en verano, aunque algunos dudásemos de que Pep sería así) que cumplió con su papel y lo hizo con creces.
Conforme avanzaba la temporada y nuestro orgullo se fue restableciendo, pasamos a hablar de él como un hombre sabio, un hombre en el que depositábamos nuestra confianza, un hombre al que le pedíamos que extendiera su influencia en cuestiones mucho más allá de su cometido. Empezaron a sonar expresiones como “In Pep we trust”, “Pep proveerá”, “Paraula de Pep”, “creo que es esto es un inmenso mojón de guacamayo, pero si lo dice Pep…”,etc. Convertimos a nuestro grandioso entrenador, humano y cumplidor, en una especie de gurú que ostenta la verdad universal sobre todas las cosas, amén de la infalibilidad.
Esto es bueno o es malo, se preguntaran los lectores más lerdos. Pues es malo, muy malo:
Lo que ha llevado al éxito a Guardiola no son los superpoderes que ahora le atribuimos sino las cualidades que hicieron que nos gustase (educación, perseverancia, meticulosidad, trabajo…). No obstante, ahora lo alabamos por lo otro. Si solo dependiera de Guardiola, no sería preocupante, puesto que parece un hombre con la cabeza amueblada. Un ejemplo de lo que ocurriría en caso contrario, es el de Laporta, con una trayectoria muy similar, que, al darse en un tipo un poco ximple, lo acaba convirtiendo en una caricatura. No, amigos. Guardiola no me preocupa. Me preocupáis vosotros, el entorno. Cada vez que nos enamoramos, caemos en la idolatría. Cuando el ídolo empieza a resbalar sobre el barro de sus pies (y ocurrirá también con Guardiola, ya que toda trayectoria acaba en pendiente descendiente), los que más lo amaron son los primeros en odiarlo. No obstante, siempre quedan algunos guardianes de las esencias, esos que siguen amando al dios caído por lo que fue y no por lo que es. Esos, combatirán cualquier crítica, se enrocarán en posturas que radicalizarán las de los detractores, generando ese divertidísimo, aunque poco constructivo y propicio para los títulos, caínismo que nos caracteriza, y que pondrá las cosas dificilísimas al sucesor. ¿Os suena de algo?
El mensaje: La clarividencia, para el calvo de Futbolitis. La fe más allá de la duda, para los frikis del clavo ardiendo. Los fichajes, para Txiki o a quien le toque luego. El endiosamiento, para el presi. Queramos a Guardiola por su humanidad. Alabemos sus defectos. Critiquémosle cuando se equivoque, que lo hace. Evitemos la reverencia gratuita y seamos ponderados. Nada de religiones. Valoremos lo que nos da y nada más: trabajo, entrega, disciplina, rigor, amor por los colores, genio, equilibrio y ponderación, tranquilidad, silencio… Creo que actuar así -llamémoslo normalidad- es lo que nos pide.
Hágase su voluntad.