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Yoyalodije

ANSCHLUSS (II)

Por aquel entonces yo tenía tu edad, Hans. Eran tiempos difíciles. Difíciles de verdad. Y, a pesar de las marchas y de las banderas y de los discuros y de las antorchas, lo peor estaba todavía por llegar: la guerra que trajo tanto dolor, muerte y destrucción. Sin embargo, conservo muy fresca la imagen de ese día. Por grosero que pueda parecer, durante buena parte de mi vida fue mi recuerdo más triste, mi herida abierta, mi llaga en el alma.

Mi madre, tu bisabuela, no quería que acudiese al cortejo fúnebre. De ninguna manera, no es sitio para un niño, decía la pobre. Pues sí no me acompañáis, iré yo solo en el tranvía, amenacé. Mi padre rió, sujetó con una mano su eterna pipa y con la otra me acarició la cabeza e intercedió convincentemente por mí: vamos, Maria, sabes que el crío le adoraba. Además, estaremos seguros, mujer, ya lo verás.

Siendo sincero, el miedo y la preocupación de mi madre estaban verdaderamente justificados. Los nazis nunca vieron con buenos ojos a Sindelar y ahora que eran ellos, para desgracia de la humanidad, quienes mandaban en Alemania y también en Austria, que desde el año anterior no era nada más que la provincia de Ostmark, no querían que el duelo por aquel genial futbolista mudase dentro de la gente en sentimientos contestatarios. La popularidad y la personalidad de Sindelar bastaban para hacer florecer semillas de rebeldía. Su ejemplo era suficiente. Las autoridades lo conocían sobradamente y querían arrancar en su raíz cualquier brote nacido libre. Pero si su muerte no podía pasar desapercibida, la despedida que debía rendirle el pueblo tampoco, quizás sabedor de que se trataba del último acto de una obra ya vencida y triturada por los engranajes del nuevo orden.

Para mí todo eso eran cosas de mayores. Yo solo quería despedirme de Der Papierene, el hombre de papel, el delantero centro del FK Austria, el capitán de la selección austriaca, el hechicero del Wunderteam, el mejor futbolista de la historia, mi ídolo.

Recuerdo que no lloré cuando dos días antes mi padre llegó a casa blandiendo el periódico con cara desconcertada. Aquí dice que Matthias Sindelar ha muerto, no saben si ha sido un accidente, un suicidio o incluso un asesinato. La policía lo está investigando. ¿Has escuchado, Maria? No es posible. No puede ser. Mi padre era hincha del Austria y no podía creer lo que leía. Yo también era hincha del Austria y no podía creer lo que le oía decir. ¿Qué significa que ha muerto? ¿Ya no jugará más? ¿Ya no meterá más goles? ¿Ya se acabó el partido?

Así que dos horas antes del funeral allí estábamos, mis padres y yo, en una calle del centro de Viena junto a tantas otras personas, a mí me parecieron miles y millones, esperando a ver pasar el cortejo fúnebre para decirle adiós a Sindi. Para dedicarle el último aplauso. Para darle otra vez las gracias. Y yo lo hacía, y los demás de igual modo, estoy seguro de ello, con una profunda sensación de tristeza. Pero era una tristeza que no extendía criminalmente su mancha porque se encontraba vigilada por el guardián de la incredulidad, presto a aniquilarla mientras se agarraba desesperadamente a la esperanza de que nada de aquello fuese real y de que todo volvería a ser como antes del último partido o del último gol.

Pasó el cortejo con su paso pesado, solemne y pausado. Y llovieron flores. Los lamentos de la gente hacían el amor con los vítores. Mareas de aplausos iban y venían. Los besos volaban por el aire buscando su destino cierto. Mientras tanto, entre las rendijas del ritual se deslizaban inadvertidamente los alfileres de la pena y de la angustia que se clavaban en el espíritu a medida que los presentes despertaban del sueño de la sorpresa.

Yo seguía agarrado a la mano de mi padre, como cuando me llevaba al campo del Austria a ver el fútbol, como había hecho siempre. Y como siempre me decía: sobre todo no te sueltes. Cógeme bien y no te sueltes. Y entonces empecé a llorar y apreté su mano aún más fuerte. Miré hacia arriba buscando consuelo y ví que por sus mejillas caían sendas lágrimas.