Nací y me crié entre sollozos, y con 10 años, en los recreos, no hacíamos más que repetir lo obvio, que eran todos unos hijos de puta y que estaba todo amañado. Eso decía mi padre, mi abuelo, mis colegas, y la prensa. ‘Mira como Butragueño se ayuda del brazo para controlar ante las narices de Ramos Marcos’, espetaban apretando los puños.
Sí, claro, eran tiempos de Plaza y tal, y es indudable que había simpatía hacia el realísimo, pero lo que también es cierto es que íbamos por el mundo con una mierda de equipo y sin rumbo. Núñez, llorón entre llorones, lideraba este movimiento de perenne denuncia sin pararse a pensar que con Moratallas y Tente Sánchezes era improbable poder tumbar a la Quinta del Buitre. Y así fue. La goebbeliana estrategia de la paja en el ojo ajeno fue absorbida por nuestros genes, hasta que nuestro destino cambió en los 90s.
Pasados ya 20 años, los hechos certifican que nuestro tránsito de acomplejados sollozadores a insignes ganadores se ha completado con éxito. Y, mejor aún, que el realísimo ha adoptado el papel que con sonrojante patetismo paseamos durante los 80s: el del mal perdedor. Andan ahora por la meseta que si el Villarato, que si Messi da codazos, que si Cristo está en offside, que si la abuela fuma, un descojono.
Lo que me asombra es que el culé, lejos de disfrutar de la gloria de ver al rival revolcándose en el barro y sollozando cual colegiala, se preocupe de denunciar la injusticia de esas afirmaciones con enorme vehemencia. Madurez, señores, que el madridismo no se excusaba en los 80s: nos pisaba, escupía en nuestro cadáver, y se marchaba descojonado de risa. Hagan lo mismo.