El Mundial de Clubes, o la antigua Intercontinental/Toyota Cup ha de ser siempre en Japón, es innegociable y me niego a ganar la Champions para perder después ciertos rituales yéndonos a Marruecos: el viaje de tropecientas horas, sobrevolar por el camino el Himalaya, salir por la terminal de Narita con la cara de jet lag, el clinic con los niños japoneses, ponerse las cintitas de kamikazes, que estiren las piernas por el barrio ese de los productos tecnológicos, el ruido de las trompetas, la final a horas intempestivas (madrugada, 11 de la mañana), la megabandera de “Japó és BlauGrana”, el estudio de la televisión japonesa a pie de campo y la entrevista bizarra.
Además, Marruecos es un mercado pobre (?) que Madrid y Barça prácticamente se reparten a partes iguales. En cambio, en Japón son ricos están nuestros 3.000 sosis; la mujer que apareció en el vídeo promocional de la candidatura de Tokyo para los JJOO de 2020 con la camiseta del Barça; uno de los colectivos de seguidores culers más fieles y organizados que existen fuera de Europa (montando su propio merchandising vendiendo brazaletes de capitán con la senyera, cosa que aquí nunca se ha hecho); y los “Oooohs” de admiración del público en el estadio cuando veían repetidos los goles al Santos por los vídeomarcadores. De hecho, por no tener publicidad de Qatar en la camiseta, y a falta de poder recuperar UNICEF, firmo llevar JA(r)L como en aquella gira veraniega de 1990: