Buenos Aires, 25 de junio de 1978. Estadio Monumental de River Plate. Final de la Copa del Mundo entre Argentina y Holanda. El reloj marca el minuto 90 de partido y el resultado es de empate a uno. El exquisito líbero holandés Ruud Krol cuelga un balón en el área albiceleste, hay una falta de entendimiento entre el portero Fillol y sus defensas y la pelota le queda franca a Robert Rensenbrink quien, un poco escorado, chuta con su pierna izquierda pero el balón se estrella en el poste. Pocos segundos después el árbitro señala el final del tiempo reglamentario. Luego, en la prórroga, Argentina marcaría dos goles más (Kempes y Bertoni) para proclamarse campeona del mundo ante el desatado delirio local.
Si Rensenbrink hubiese transformado aquella ocasión en gol, Holanda se hubiese proclamado campeona del mundo y él se hubiese convertido en el máximo goleador del torneo. Pero aquel balón impactó en la madera y el tiempo suplementario le concedió la gloria a la selección argentina entrenada por César Luis Menotti y el título de máximo realizador a Mario Alberto Kempes. Aunque lo peor de todo fue que la Junta Militar comandada por Videla y Massera se apoderó de la victoria para encender la más abyecta de las maquinarias propagandísticas. Mientras que en las entrañas del Monumental se celebraba con jolgorio la conquista del título mundial, a pocas manzanas del estadio funcionaba a pleno rendimiento un siniestro centro clandestino de detención: la ESMA. Los presos allí torturados se enteraron de la victoria porque uno de sus represores irrumpió en las instalaciones al grito de “¡Ganamos, ganamos!”. El capitán Passarella alzaba la copa dorada hacia el mismo cielo donde compatriotas suyos eran arrojados desde aviones en marcha hasta ser engullidos, para siempre, por el fondo del mar.
Holanda no afrontó con grandes expectativas el Mundial de 1978, especialmente por las renuncias de Wim van Hanegem y Johan Cruijff. Pero, tras una primera fase irregular (victoria ante Irán, empate ante Perú y derrota ante Escocia), logró entonarse en la segunda ronda (triunfos ante Austria e Italia y empate ante Alemania) y obtuvo un billete para la gran final, en buena medida gracias a los cinco goles anotados por Rensenbrink (uno de ellos, marcado de penalty, significó el gol 1,000 en la historia de los Mundiales). Extremo zurdo de movimientos elegantes, excelente driblador, con olfato goleador… “Rensenbrink era tan bueno como Cruijff”, sostenía Raymond Goethals, entrenador belga que dirigió a Rensenbrink en el Anderlecht. Su carácter introvertido, ser coetáneo del Profeta del Gol y aquel dichoso poste fueron factores que impidieron al fino delantero holandés alcanzar un reconocimiento mayor.
Echando la vista atrás Rensenbrink tiende a relativizar aquel agónico remate: “No fue una ocasión clara. Apenas dispuse de espacio, no pude controlar el balón, había un defensa delante mío y no tuve más remedio que chutar de primera… Si hubiera sido una gran oportunidad todavía hoy sufriría por ello, pero era imposible marcar”. Tal vez fue mejor así: el día de la final la selección holandesa sufrió un calvario para desplazarse del hotel de concentración en las afueras de Buenos Aires al estadio, con hordas de seguidores argentinos zarandeando el autocar y golpeando las ventanillas. El árbitro de la final debía ser el israelí Klein pero, por presiones argentinas, la FIFA designó a última hora al italiano Gonella, cuya actuación favoreció a los anfitriones (casi no permitió jugar a René van der Kerkhof por una protección en el brazo con la que había disputado sin problemas los cinco partidos anteriores). Las dos selecciones tampoco salieron juntas del túnel de vestuarios como estaba previsto: Argentina retrasó su aparición deliberadamente y Holanda tuvo que saltar sola y en primer lugar al césped inundado de papelitos blancos. Bajo un ambiente electrificado, Rensenbrink y sus compañeros esperaron a su oponente durante cinco minutos eternos, rodeados de policía militar y del ruido ensordecedor y hostil de los graderíos.
Tras el partido los jugadores holandeses, a la hora de recibir el trofeo de subcampeones, se negaron a saludar a la cúpula militar argentina, a modo de minúscula y casi imperceptible nota discordante en aquel festejo triunfal organizado por la Junta Militar con el beneplácito de Henry Kissinger, invitado especial en el palco de autoridades en agradecimiento por su apoyo durante el trágico golpe de Estado de 1976 que sumió a Argentina en el horror de una dictadura infame. No hubo justicia poética para la Holanda de Rensenbrink, que perdió su segundo Mundial consecutivo, siempre a manos de la selección anfitriona. Así se escribe la Historia, a veces con una tinta tan negra como el más riguroso luto.